Cuando el estigma es también una fuerza

(Carmen Iriondo: Tilinga – Editorial Mansalva)
 

Ya lo bastante extensa como para abordársela integralmente, la obra de Carmen Iriondo es también lo suficientemente orgánica; y es esto lo que se confirma con este último libro. No, desde ya, porque se trate de un proyecto organizado, sino porque su escritura se teje siempre desde una matriz vital, pujante en un ritmo del que apenas se divisa alguna costura; y porque lejos de estar sujeto a transformaciones muy radicales, el itinerario está pulsado por las mismas obsesiones y radicado en un imaginario común. En vistas a ello, es decir, teniendo en cuenta esta totalidad, bien podría ensayarse una posible genealogía poética, y afirmarse que Iriondo es la sutil heredera de un linaje que recoge tanto un decadentismo muy fin de siècle –del XIX, obvio, por esa exacerbación de un esteticismo más bien mórbido-, como un surrealismo muy dosificado; y, por la acuciante presencia de lo letal, se inscribe junto a ese selecto círculo de pares que han jugado a morir en el poema. No en vano, de hecho, aparecen citadas Marceline Desbordes-Valmore, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, e incluso Ana Cristina Cesar –“alejandra sylvia ana cristina”, se llama por ejemplo un poema de El rock de los limbos–, toda una corte de malditas a las que Iriondo rinde homenaje. Podría uno aproximarse a su producción desde allí –hechas las enormes salvedades–, o seguramente desde una crítica genérica –tantos rasgos hay aquí que el feminismo ha visto como propios–, si no nos pareciera esto sumamente restrictivo, como lo es también encuadrar a Iriondo junto a esa legión de poetas argentinas de la misma generación que han leído a Pizarnik con fruición. Es verdad: el énfasis en ligar la infancia con la muerte así lo permitirían, sólo que la poesía de Iriondo no incurre en una absolutización del silencio, ni apela a la parquedad, ni se limita a un determinado campo léxico tal como lo hacen algunas de sus coetáneas.

Por lo demás, el universo “encantado e inquietante” que propone Iriondo –tales los adjetivos que utiliza Rodolfo Edwards para describir este último libro– es el resultado de una escritura que encuentra una variante peculiarmente modulada de la perversión para articular lo ominoso. Así, desde un discurso que da cuenta de la vigencia persistente de la niña que se fue, y en que el cuento de hadas, por más olor a rancio que destile, sigue funcionando como intertexto, podrán lo cursi y lo macabro combinarse a partir de todo un bagaje de referencias –“mazapán”, “origami”, en Vuelo de fiebre; “[…] suenan en la caja/ del cuerpo: colibrí, masilla, peces muertos,/ copos de algodón […]”, en Seamos nieve–; y entre tanto diminutivo, objeto precioso y decoraciones principescas, colarse aquello que, no por estar refoulé, deja de enrarecer el ambiente. En efecto, aunque lo abyecto no termine de formularse al punto de devastar al lenguaje y al yo, habrá siempre cabida para lo que el cuerpo desecha; para aquello que perturba a la razón; para lo que remite a lo sexual, pero más allá de eso punza, horada o se entromete: hay fluidos de todos los tipos en la poesía de Iriondo; y bichos cuyo efecto bien podría asociarse a los de un film de Hitchcock; además de que todo pincha, porque pincha y porque duele. Tan es así que acerca de “La araña” de Animalitos, el libro de poemas que la autora dedica a un público infantil, podrá leerse: “La odio. Me aterra. Como ciertas veces/ me asusta la gente que sin tener patas/ te pica, te muerde y no le importa a quién”.

Un mismo universo de referencias resuena en Tilinga, donde lo letal acecha igualmente asociado al origen –“una pila bautismal” es allí “similar a una morgue”–; en tanto hay “orines”, “semen”, y “soeces” son los epítetos que la “tilinga” recibe “en la cuadra de La Boca a su boca”. Pero asimismo porque todo lo que supone refinamiento tiene su contratara: así, en la “coronita de alfileres de oro”, la “enagua de aros de alambre”, o los “omóplatos” con sus “puntas de alabastro”, por ejemplo. Y es justamente esta anexión de lo bello con lo punzante lo que se cumple aquí una vez más, una suerte de combinatoria de principios a priori antagónicos que es mucho más que un procedimiento, y que Iriondo ya ha avizorado –o explicitado– muy bien en sus Prosas de Dormida: “Detrás de harapos hay jardines flotantes, y detrás de coronas de rubíes, cadáveres pudriéndose. Pero siempre habrá otra cosa […]”. Sólo que en Tilinga el foco va a desplazarse –de ahí la novedad–; y ahora la mascarada no esconde, suple o se difiere solamente en la sucesión del lenguaje, en la serie de sugestiones que la metáfora y la metonimia liberan: siempre habrá otra cosa aquí tras la “tilinga” y a su lado, como una sombra o como un fardo, una multiplicidad de apariencias y de nombres para ese sujeto de la enunciación que es a la vez “ni ella ni yo ni la otra”, y todas las que ella era. Definir(se), sin que alguna de las variables resulte definitiva, va a ser entonces la puntada que va a ritmar estos poemas, que va a pudrir cualquier intento de armonía en el texto, que va a crispar la música y el registro, porque esa identidad femenina que se astilla será “la señora de vacaciones” o “la mujer pudiente”, pero también “archimboldesca anónima”, “feto del mar”, “lombriz solitaria”, “La nena renacuajo”, “niñitas freaks”, o “extranjera”. Un rastro de la entomóloga que es Iriondo al escribir poesía estará en “Elizabeth Bishop”, rastro también de la alta cultura; y del discurso misógino que al catalogar menosprecia, en “Histérica”. Peor que eso, tan presa por momentos de la lengua ajena, a esta d(en)ominada “le dirán mala, distinta, espárrago”; o la llamarán “Vos, princesa de ninguna parte”. De la patria criolla, podrá replicarse, puesto que la(s) fémina(s) que aquí se despliega(n) no deja(n) de cargar las huellas de una herencia nacional, tal la connotación en “la paqueta”, y más claramente aún en “La Pueyrredona”, facetas todas cuyo envés también se dice en criollo: “yegua” de un sueño”, “sarnosa ornada de cascarria”; o directamente, “oligarca de mierda”. Lo cierto es que el precio del origen, en todos los sentidos del término, es muy alto -“[…] dueña/ o señora nomás. Yace en todo/ caso ignota y triste la guachita”-; y se paga con tristeza, con mucha soledad y con la mirada prejuiciosa y sofocante de los demás : “Ahogada por el estigma balbucea ella,/ cuenta que ser rica es hundirse en una/ ciénaga entorpecida por un canal de/ parto áspero […]”. Dicho pecado original, tanto la clase como la infancia, resultan de un peso del que es difícil desasirse; y será tal vez el deseo de su transgresión, de rebelión, de revelación, el motor que con más fuerza potenciará a la tilinga: “El ansia de ser de otra manera/ que el invento aprendido”.

Tal vez la gran diferencia entre las dos partes en que está dividido el libro –además de que en la segunda priman los paisajes fluviales o marinos– sea una diferencia de volumen o de intensidad: pareciera que dicha voluntad de desacato, de desprenderse de lo preestablecido, sólo pudiera llevarse a cabo redoblando la apuesta. Así, el pasado actúa con más insistencia hacia el final –hay más “sonidos vintage” en el decir de Iriondo–; y al par que esto sucede el texto se vuelve más ríspido. Por lo pronto, porque la sucesión de nombres se exaspera en el ritmo acentualmente deshilvanado de la estrofa: “Ella también es un animal de hielo,/ mixtura de osa con escultura de boda/ nueva rica en Miami, dama del igloo/ solitario […]”; o bien, en breve, hiriente y tajante: “[…] sonsa, tilinga,/ bastarda, basura, paqueta, desecho, pus”. En segundo lugar, porque la presencia del yo se vuelve más frecuente y se agudizan la melancolía y el dolor: “mi nombre me pone triste”. Pero sobre todo porque, restaurado y reinaugurado el mundo familiar, quien se expresa en primera persona es capaz de confesar sin rodeos: “Muy seguido al despertar la odio, a la que me parió […]”. Como si a esta altura del libro se perdieran todos los pelos en la lengua, la violencia se desata y se dice sin miramientos, tal lo que ocurre en el poema “Oligarca”: “Oligarca te voy a reventar esa carita imbécil/ y si seguís te tiro por las rejas de tu casa paqueta/ para que te ensartes como el hijo de Romy Schneider”.

Sin embargo, existe cierta “inconsistencia” en el fragor de lo que fue, y tal vez esté “[…] reseca la resaca como un orejón”. Esta distancia entre el pasado y el presente crece allí donde crece la ironía, como en el poema “Google”: “Me interné entre las olas y no era el mismo mar/ de nuestra infancia […]”. En tal sentido, cabrá preguntarse si no es la poesía el medio para saldar todas las deudas. Si no es, por lo pronto, el método que responda al grito final –“¿Cómo hablar, qué hizo mal, qué perdió/ […]/ dormir, tomar pastillas, desistir, aullar?”–; si no es una forma posible de la delación –“Y de ahora en más, como no tenés cuaderno para escribir,/ lo que viste no se puede decir. ¿Oíste?”– y, obviamente, en su ejercicio, una forma de la insurgencia. Pero cabrá más que nada afirmar que, en tanto la tilinga “quiere borrar lo que no le perdonan”, en tanto tiene que inventarse, prorrogarse y asumirse con tantos apelativos y tantas facetas, es la escritura una forma de la disimulación: “Del dedo mana tinta/ y escribe la tilinga, disimula”.

Disimular tanta herida infligida y a la vez tanta trivialidad –“el golpe y el bochorno de la palabra tilinga”, en la expresión de Arturo Carrera– no es una pretensión a desestimar. Aunque para eso haya que adoptar una lengua tilinga, aunque ese idioma requiera de la miniatura, del descuajeringue y del desparpajo. Y aunque haya que aceptar ese otro “Estigma”: el de “La fuerza/ de la poesía menor”.

 Valeria Melchiorre